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Traumas, Acontecimientos y Catástrofes

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TRAUMAS, ACONTECIMIENTOS Y CATÁSTROFES EN LA
HISTORIA
Estos son los sujetos de la devastación
En un recorrido histórico que ejemplifica las nociones de trauma, acontecimiento y
catástrofe, el autor funda la idea de que “la catástrofe ha venido para quedarse”, ya que
“condición primera de la subjetividad contemporánea es la devastación”.
Por Ignacio Lewkowicz *
http://www.pagina12web.com.ar/diario/psicologia/9-7505-2002-07-11.html
¿Qué es una catástrofe hoy? ¿Qué es una catástrofe en tiempos post-estatales,
neoliberales, globales? No se trata de una pregunta por la consistencia interna de una
categoría, sino por una condición de afectación de la subjetividad contemporánea: ¿qué
tiene valor de catástrofe para una subjetividad post-estatal, neoliberal, global?
Si se trata de re-pensar el status de la noción de catástrofe (e inclusive su pertinencia
para leer las marcas contemporáneas en la subjetividad), tal vez sea adecuado partir de
otras dos categorías: trauma y acontecimiento. Importan estos términos como modos
diversos de relación con lo nuevo en condiciones estables; como formas heterogéneas de
trabazón con eso que se presenta como novedad en coordenadas estables.
Detengámonos en la relación que cada una de estas nociones organiza con lo real en una
estructura. En cada una de las tres configuraciones, el punto de partida es la impasse:
algo ocurre que no tiene lugar en esa lógica, algo irrumpe y desestabiliza la consistencia
de esa lógica. Trauma, acontecimiento y catástrofe organizan, con ese mismo punto de
partida, relaciones diversas.

El trauma remite a la suspensión de una lógica por la presentación de un término que le
es ajeno. Se trata de un estímulo excesivo que no puede ser captado por los recursos
previos. Por eso mismo, ese estímulo tiene masividad y evidencia suficientes para
imponer un obstáculo al funcionamiento de la lógica en cuestión. Quizá la metáfora de la
inundación permita recrear la operatoria del trauma. La inundación sería ese algo que
deja perplejo, que deja sin respuesta por su evidencia e intensidad desmesuradas. Pero
esa intensidad paulatinamente va cediendo, y todo parece regresar a su lugar.
Trabajosamente, los lugares existentes buscan asimilar lo inundado. En este esquema de
trauma, todo vuelve a su lugar. Si se produjera un lugar heterogéneo, la variación no sería
traumática sino acontecimental. Pero nada de eso sucede con el trauma, sus efectos son
bien otros.
Pensemos en una situación histórica traumática, pensemos en lo que el antropólogo
Watchtel llama el traumatismo de la conquista. En el Antiguo Perú, hacia el siglo XVI, se
da la experiencia de un nuevo tipo de dominación, la colonial. Lo traumático en la
subjetividad de esta nueva forma de dominación no resulta centralmente del aumento de
las tasas de explotación, sino de la liquidación de las prácticas sociales que entre la
población local producían un sentido, un lugar, un destino. A modo de ejemplo, la
migración a las minas de Potosí en tiempos incaicos era radicalmente diversa a la
migración a las mismas minas en tiempos coloniales. Mientras en el primer caso la
prestación estatal implicaba una fiesta, un encuentro comunitario, una celebración
sagrada, en el segundo caso era puro desgaste. La prestación en trabajo tenía un
estatuto cuando el interlocutor era el Inca y otro estatuto cuando el interlocutor era la
Corona española, el encomendero o el empresario español.
Durante el siglo XVI, pero sobre todo durante el XVII, los Andes peruanos se
despueblan. La argumentación clásica encuentra en la hiperexplotación y en las
pestes las causas del descenso poblacional. Pero Watchtel destaca el desgano
vital, que adquiere formas diversas: alcoholismo, suicidios, infanticidio, reducción
de las tasas de natalidad. Ese desgano no es otra cosa que la expresión de la
pérdida de sentido de la vida entre la población indígena; el modo que adquiere el
trauma en esa situación histórica.
Ahora bien, los indígenas registran en su propio lenguaje lo traumático de la experiencia.
El desgano vital no es sólo de los hombres sino también de los dioses. Los dioses han
dejado de hablar, los dioses han callado frente a las alteraciones del mundo social.
Ni dioses ni hombres pueden con tanta perplejidad. Sin embargo, paulatinamente, el
silencio se interrumpe. Los dioses les recuerdan a los hombres que son dueños de la
tierra. Renovado el recuerdo, los hombres se apartan del desgano. O tal vez haya que
invertir el orden, tal vez no hayan sido los dioses sino los hombres los primeros en volver
a hablar. Pero eso no importa aquí. Lo que importa es que el estímulo traumático ya no
produce lo que producía. La rebelión india de 1780 –conducida en su primera fase por
Túpac Amaru– nos habla de la vitalidad recuperada. Ante todo se trata de la recuperación
de lo perdido. Por lo menos así lo nomina el lenguaje incaico. El lenguaje inca piensa el
desgano o el silencio como una impasse donde la recomposición se trama significando al
término extraño como invasor. No se trata de asumir la transformación que ha operado la
presencia colonial, se trata de la eliminación del cuerpo extraño del mundo incaico.
Trabajosamente, los lugares existentes buscan asimilar la invasión sin alterar la estructura
previa. Finalmente, todo pretende volver a su lugar original. Se ha producido un trauma de
un par de siglos.
Si el trauma no supone ninguna alteración radical en el juego interno de la lógica que
afecta, el acontecimiento lo exige, lo produce, lo funda. Por eso mismo, el acontecimiento
requiere de una transformación subjetiva para ser tomado. En rigor, necesita de unos
recursos y unas operaciones capaces de leer la novedad en su especificidad radical. De
esta manera, el acontecimiento no se reduce a pura perplejidad frente a lo inaudito; se
trata de la capacidad de lo inaudito para transformar la configuración que ha quedado
perpleja frente a él.
Para una subjetividad moderna, el paradigma del acontecimiento es la revolución. La
Revolución Francesa y la Bolchevique implican una alteración de las rutinas vitales. Sobre
esto, no hay dudas. Pero las dudas prosperan cuando se trata de pensar el status de esas
rutinas alteradas. Si la revolución tiene valor de acontecimiento, no es por su
espectacularidad sino por la capacidad de exceder la serie simbólica previa. Lo decisivo
de una experiencia acontecimental no es la ruptura con lo heredado sino la tarea fiel que
la revolución –burguesa o socialista– organiza con esa ruptura. Lo decisivo se juega en la
producción de una subjetividad –burguesa o socialista, según corresponda– capaz de
habitar las transformaciones inauguradas por esa ruptura.
¿Qué sucede con la catástrofe? Si el trauma es concebido como la impasse en una lógica
que trabajosamente pone en funcionamiento los esquemas previos, y el acontecimiento
como la invención de unos esquemas otros frente a esa impasse, la catástrofe sería algo
así como el retorno al no ser. Es posible pensarla como una dinámica que produce
desmantelamiento sin armar otra lógica distinta pero equivalente en su función
articuladora. De esta manera, lo decisivo de la causa que desmantela es que no se retira,
esa permanencia le hace obstáculo a la recomposición traumática y a la fundación
acontecimental. Dicho de otro modo, esta vez la inundación llega para quedarse. Por eso
mismo, no hay ni esquemas previos ni esquemas nuevos capaces de iniciar o reiniciar el
juego. Hay sustracción, mutilación, devastación. Se ha producido una catástrofe.
Pensemos en una situación histórica capaz de ser tomada por la noción de catástrofe: la
caída en esclavitud en el mundo antiguo y clásico. Detengámonos en las operaciones que
transforman en esclavo a un derrotado en el campo militar. Para una subjetividad clásica,
el esclavo es un muerto en vida. Por derecho de guerra, el prisionero muere pero el
esclavo vive. El prisionero muere en tanto que miembro de su comunidad, la vida del
caído en esclavitud le pertenece al amo. Desanclado de su comunidad, el prisionero
deviene esclavo. Más precisamente, arrancado de su soporte identitario –que no es el yo
como lo es para el sujeto moderno sino su comunidad– la existencia del sujeto se
desvanece. La caída en esclavitud implica la pérdida de una serie de atributos definidos
como humanos en esa situación histórica (nombre, parentesco, lengua, ciudad,
sexualidad). Sin esos atributos, la humanidad cae. Sin esos atributos, el esclavo se
transforma en objeto de cualquier práctica y en sujeto de ninguna. Así definida la caída en
esclavitud –si no media una rebelión esclava u otra operación de subjetivación–, la
desmantelación de la subjetividad previa deviene duradera: no sucede nada parecido a la
recomposición traumática, o a la composición acontecimental. Sucede una catástrofe.
Así definidas, estas nociones, más allá de las diferencias, apoyan en un suelo común. Se
trata de afecciones diversas (momentáneas o no, subjetivas o no, alteradoras o no) sobre
una lógica que consiste. En definitiva, son avatares que le suceden a una estructura. Pero
esa estructura no es una invariante histórica sino el efecto de una época. En tiempos de
Estado-nación, la existencia es existencia estructural. Y esto significa, entre otras cosas,
que existir es sinónimo de consistencia, de uno, de estructura. El trauma, el
acontecimiento y la catástrofe son afecciones que impactan sobre las estructuras de ese
suelo. Ahora bien, si la dinámica social y la subjetividad ya no son estatales, es válido
preguntarse por la potencia de estas nociones en otro terreno. Sobre todo cuando ese
terreno ya no es consistente, sólido y estructurado sino inconsistente, fluido e informe.
La crisis en crisis.
Hay crisis y crisis.
Las que adquieren la forma de un devenir caótico pertenecen al segundo tipo. Porque al
primero pertenecen las crisis cuya entidad se reduce a ser pasaje entre una configuración
y otra. La crisis como impasse en el que transcurre la descomposición de una lógica y la
composición de otra, describe un estado de cosas donde hay destitución de una totalidad
pero también hay fundación de otra. Esto es lo que solemos llamar transición. La crisis
como devenir caótico reseña unas condiciones en las que, si bien hay descomposición de
una totalidad, nada indica que esa descomposición esté seguida de una recomposición
general en otros términos. La crisis actual posiblemente sea de ese segundo tipo.
Según una definición histórica, una lógica entra en crisis cuando encuentra dificultades
para reproducirse como hasta entonces. La crisis actual consiste en la destitución del
Estado-nación como práctica dominante, como modalidad espontánea de organización de
los pueblos, como pan-institución donadora de sentido. De esta manera, lo que encuentra
dificultades para reproducirse es la metainstitución Estado-nación. Este agotamiento no
describe un mal funcionamiento, este agotamiento describe la descomposición del Estado
como ordenador de todas y cada una de las situaciones. Ahora bien, sin Estado capaz de
articular simbólicamente el conjunto de las situaciones, las fuerzas del mercado también
alteran su estatuto, y en esa alteración devienen dominantes. Que el mercado sea
práctica dominante no significa que sustituya al viejo Estado-nación en sus funciones de
articulador simbólico. La dominancia del mercado desarrolla otra operatoria. Si el Estado
era ese terreno que proveía un sentido para lo que allí sucediera, el mercado es esa
dinámica que conecta y desconecta lugares, mercancías, personas, capitales, sin que esa
conexión-desconexión asegure a priori un sentido.
Si éste es el terreno agotado, es preciso aclarar que la crisis actual no remite al pasaje de
una totalidad a otra (del Estado-nación al mercado neoliberal). Tampoco se trata del
impasse entre dos configuraciones. La crisis actual resulta de la disgregación de una
lógica totalizadora sin que se constituya en sustitución otra lógica equivalente en
su efecto articulador. Lo específico de nuestra condición es que no pasamos de
una configuración a otra sino de una totalidad articulada a un devenir no reglado.
Por lo señalado, la crisis actual no revela un impasse sino un funcionamiento
determinado. Si el devenir no reglado es la temporalidad actual, la noción de crisis como
interrupción tal vez complique la posibilidad de pensar la actualidad. Porque hoy la crisis
no es ni impasse ni coyuntura sino funcionamiento efectivo. Ahora bien, investigar la crisis
actual implica investigar cuáles son las operaciones de pensamiento capaces de operar
en la crisis. Si se verifica una serie de dificultades para que una lógica se reproduzca
como hasta entonces, es posible pensar que también entra en crisis la serie de recursos y
operaciones de pensamiento disponibles para pensar la crisis. En este sentido, los
cambios aleatorios y desreglados que constituyen la experiencia actual llamada crisis,
convierten en obsoletos los parámetros disponibles para pensar. Así, también entran en
crisis los recursos para pensar la crisis. El agotamiento de una lógica también implica el
agotamiento de las estrategias de pensamiento y de intervención propias de esa lógica.
Entonces, será estratégico preguntarse por la noción de catástrofe en unas condiciones
otras.
En una lógica estable, la idea de catástrofe (pero también la de trauma y acontecimiento)
permite pensar las irrupciones, los advenimientos, los movimientos, subjetivos o no, que
alteran una estructura. En un mundo estático como el nacional, estas herramientas
suponen un estado de solidez originario que puede ser afectado, modificado, excedido. El
pensamiento crítico moderno supo transitar por estas tierras, las estrategias de
subjetivación subversivas se hicieron fuertes en este campo, el de la puesta en
movimiento de esos instituidos que alienaban, reprimían, disciplinaban a los ciudadanos
de los Estados nacionales. Así definido el juego de fuerzas en el mundo moderno, el
punto de partida necesariamente era un uno estructurado. Ahora bien, la serie de
transformaciones actuales compone otro cuadro de situación, otro juego de fuerzas:
nuestro horizonte no parece ser la solidez estatal sino la fluidez mercantil, nuestra era no
es la era de las instituciones sino de las destituciones. Así las cosas, la catástrofe
tampoco es lo que era. O dicho de otro modo, la catástrofe se altera al ritmo del cambio
en la lógica social y en la subjetividad. Para un ciudadano promedio de los Estados
nacionales, la catástrofe era una posibilidad entre otras, era un destino improbable pero
posible; para un habitante de la era neoliberal, la catástrofe es siempre su punto de
partida, su ontología, su condición originaria.
Si la catástrofe estatal se define como ruptura de una estructura sin constitución de otra,
la catástrofe post-estatal se define por la ruptura del mismo principio estructural: implica la
liquidación de cualquier noción de estabilidad. La catástrofe estatal sucede en un
horizonte estructural; la catástrofe post-estatal transcurre en un medio fluido, disperso,
imprevisto. Y esta dimensión catastrófica parece ser la dimensión que instala el default
por estas tierras. No es la interrupción local o general de un funcionamiento sino la
estabilización de la catástrofe como condición general y primera. Las articulaciones
generales se han desvanecido, las transferencias macro se han agotado, los instituidos
que ligaban se han fragmentado. Desarticuladas las condiciones generales, la catástrofe
se instala como marca dominante de la subjetividad contemporánea.
Así las cosas, la catástrofe ha venido para quedarse. Y esto genera modalidades de
sufrimiento, condiciones, subjetividades y riesgos radicalmente otros a los de la lógica
estatal. Pero aquí importa sobre todo un problema: ¿cómo se piensa una catástrofe
cuando ya no es la mera afectación de una subjetividad sino pura regularidad? ¿Cómo se
piensa la catástrofe cuando se estabiliza como marca?
En la era del capital financiero, la existencia no está garantizada; el neoliberalismo es la
experiencia de una dinámica que transforma a priori a los cuerpos en superfluos. La
existencia no es un efecto objetivo de la lógica sino una producción subjetiva. Por eso, la
condición primera de la subjetividad contemporánea es la devastación; la estabilización de
la catástrofe implica que el punto de partida ya no es la institución o la destitución situada
sino la destitución general. Siendo así, la tarea subjetiva tendrá que ser otra. Ya no se
trata de lidiar con instituciones alienantes y disciplinarias que afectan traumática o
catastróficamente a una estructura subjetiva, sino con un régimen de destituciones
permanentes que disuelven cualquier rasgo de subjetividad. Definido así el horizonte
problemático, las estrategias de subjetivación actuales tendrán que entrenarse en
desarrollar operaciones capaces de operar con esa devastación que insiste a cada paso.
En ese juego de operaciones en la catástrofe estabilizada, tendremos la ocasión de
conquistar, inventar y construir subjetividades.
* Historiador (notasadhoc@hotmail.com). El texto, especial para Página/12, desarrolla un trabajo
presentado a las Jornadas “Clínica psicoanalítica ante las catástrofes sociales. La experiencia
argentina”, que se efectuarán el 12 y el 13 de este mes.
Publicado el 11 de julio de 2002.

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